sábado, 25 de septiembre de 2021

Recuerdo de gratitud y respeto al padre de la iglesia de Santa María la Redonda: Mauricio Quintos

 


La Iglesia de Santa María la Redonda está ubicada a una cuadra y media de la plaza Garibaldi, atravesando San Juan de Letrán, que después lo llamaron Eje Lázaro Cárdenas y ahora Eje Central. Tiene años que no la visito, pero en los años 50 a 55, tenía un corredor central y a los lados pequeños árboles y plantas que eran protegidas por una tela de metal, de la que ahora llaman ciclónica.





En esos años, el párroco de la iglesia era el padre Mauricio Quintos. En aquella época él ya era un adulto mayor, de unos sesenta y tantos años. Ya casi había perdido la vista y se ayudaba de un bastón para caminar y cuando iba a dar misa a la iglesia de San Felipe de Jesús. Uno de mis hermanos y yo le servíamos de lazarillo. Eso era cuando don Luisito, que era el sacristán, no podía acompañarlo. Nunca fuimos acólitos, pero convivimos mucho con él, porque era muy caritativa y ayudaba a mucha gente. Nunca supe quien le proporcionaba la leche y el pan que diariamente le daba a mucha gente pobre de los alrededores de la iglesia. Conforme terminaba la misa de las seis de la mañana, muchas señoras humildes ya estaban formadas a la puerta de la sacristía, con su bolsa y su olla, esperando que les dieran el pan y la leche para llevarles a sus hijos. El padre Quintos, como todos le llamaban, se paraba en la puerta, junto al canasto de pan y la leche y les empezaba a preguntar:

—A ver, María, cuántos hijos tienes.

—Seis, padrecito.

—A ver, Luis, dale seis bolillos y litro y medio de leche. Tú, Lupe.

—Ocho, padre.

—Luis, dale ocho bolillos y dos litros de leche. Y así, con todas las señoras que iban.

No era un padre como los que sacan en las películas. Era un verdadero católico. Algunas personas apuradas iban con la receta de su enfermo en la mano a pedirle ayuda. Le hablaba a Luisito y le ordenaba:

—Ve con el señor de la farmacia y dile que me mande esta medicina. Iba Luis y regresaba con la medicina, Nomás les decía:

—Aquí está tu medicina y que Dios te ayude.

Algunas veces me tocó acompañarlo a algunos lugares, adonde iba a dar misa. Pueblos un poco retirados como Texcoco o Amecameca. No sé si lo invitaban o tenía algún acuerdo con los padres de esos lugares, el caso es que nos íbamos temprano, daba misa a las doce, comíamos en alguna casa de esas buenas gentes y nos regresábamos cargando quesos, crema, mantequilla y, a veces, una gallina o un pato que esa buena gente le regalaba. Íbamos en coche y regresábamos en coche. De lo que traía, casi todo se lo daba a la gente que sabía le hacía falta.

En lo que sí era muy estricto era en los bautizos. Si los papás del niño o niña querían ponerle nombre como José a sus hijos, les preguntaba en qué día había nacido. Tal día, Ese día es de San Felipe, por qué no le ponen José Felipe. En mi familia así pasó. Era día de San Mauro y mi hermana se llama Maura Patricia. Como la gente lo quería mucho, por lo regular aceptaba la sugerencia.

Cuando se acercaba el 15 de agosto, que es cuando se festeja a la virgen María, les decía a las señoras: “Necesito algunas personas que me ayuden a lavar la iglesia y el corredor, pero no quiero que descuiden a sus hijos; las que puedan venir, bueno, pero las que no, no se preocupen, aquí nos las arreglamos. En ese tiempo no era loseta, sino mosaico y era pesado lavar. pero iban tantas señoras que todo quedaba limpio y rápido.

Nunca supe cuando murió, pero estoy seguro que mucha gente le lloró. Quisiera saber mucho más de él; por desgracia, a estas alturas de mi vida, mucha gente que fue ayudada por él ya ha de estar muerta y los que éramos niños en ese tiempo, tenemos ahora, mínimo setenta años; algunos estarán muertos, otros, tal vez ya no lo recuerdan o de plano no lo conocieron.

El Kid Azteca y el Muñeco. Un mismo sueño y distinta realidad

 


Al Kid Azteca lo conocí cuando yo era un niño y el un señor ya mayor, como de 50 o 60 años. Él ya no vivía en el callejón, pero su mamá sí, en el número 14 del Callejón de la Amargura. Era una de las pocas casas que no era vecindad, sino una casa particular, y la gente pensaba que el Kid la había comprado para ella, por esta razón, iba muy seguido.

Lo recuerdo con su pelo medio quebrado, medio chino. tal vez era por sus ojos medio “achalados” llegaba a pie, siempre vestido de traje. No sé si por la edad o la costumbre, siempre caminaba medio encorvado como si estuviera en el ring, puesto en guardia para pelear y con una sonrisa agradable para chicos y grandes que se acercaban a saludarlo. Nunca lo vi pelear, pero sé que duró muchos años como campeón nacional y que fue uno de los boxeadores que mejor ha ejecutado el gancho izquierdo al hígado.



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En un barrio donde todos los jóvenes querían sobresalir, él era un ídolo y un ejemplo que muchos querían imitar, entre esos muchachos había dos hermanos: Chucho, el Platanero y Toño, el Muñeco, de unos veinte y dieciocho años. Cucho era el mayor y tenía un puesto donde vendía plátanos, de ahí le venía el apodo de Platanero, y Toño, en realidad, sí parecía muñeco, de esos que se vendían en Navidad y Reyes para las niñas. A los dos se les consideraba bueno para los golpes y decidieron probar suerte en el boxeo.

Todas las tardes, después de cerrar su negocio se iban a un gimnasio a entrenar. Después de un buen tiempo, Chucho, que era el mayor, decidió que el box no era para ellos y le dijo a su hermano:

—Mira Toño, hay que olvidarnos del box y dedicarle más tiempo al negocio, mal que bien de ahí comemos y sale para nuestros gastos.

—Como tú digas hermano, pero yo voy a seguir entrenando —contestó Toño.

—Está bien, pero cuídate —le dijo Chucho.

El Muñeco siguió yendo al gimnasio. A veces llegaba muy golpeado.

—¿Qué te pasó? —le preguntaba Chucho.

—Nada —contestaba el Muñeco—. Me pidieron que fuera sparring del Campeón y me pagaron cincuenta pesos por tres rounds.

—Con eso no te vas a curar —le decía Chucho.

—No, pero es más de lo que tú me das a la semana —contestaba el Muñeco—, y además me consiguieron una pelea a cuatro rounds y me van a pagar cien pesos. El manager dice que puedo llegar a campeón.

Las discusiones cada vez eran más fuertes y seguidas. El Muñeco le decía:

—Esta semana no cuentes conmigo porque me voy con el campeón a ayudarle a su preparación, porque va a exponer el campeonato y, además, voy de respaldo. Tengo pelea a seis rounds y el manager me dijo que, si gano ésta, me voy para arriba y entonces sí, puras estelares de diez rounds y de muy buen dinero.

Chucho le decía:

—No seas tonto, Toño, te están usando para “inflar” a otros. Hazme caso, olvídate del box, no vayas a terminar mal.

—Mira Chucho, para no terminar contigo que eres mi hermano, aquí le paramos, me voy de gira con el campeón a los ángeles. Cuando esté allá te escribo y te platico cómo me va.

El Muñeco se fue del barrio y al principio sí le escribía a su hermano alguna carta, pues en ese tiempo nadie tenía teléfono en barrio. Poco tiempo después, dejó de escribir. Cando le preguntaban a Chucho “qué pasó con el Muñeco”, contestaba medio triste o molesto

—No sé, tiene rato que no escribe.

Así, pasaron como dos o tres años. Cuando menos se esperaba, se le vio en el puesto de Chucho “vendiendo” plátanos; había regresado enfermo. Alguien le avisó a Chucho y fue a traerlo quien sabe de dónde, porque el campeón y su manager habían abandonado al Muñeco a su suerte. Puse comillas en vendiendo porque, en realidad, vendía algunos, pero regalaba la mayoría. No estaba loco, pero ya no reaccionaba igual y como conocía a toda la gente del callejón, para vender gritaba “lléveselo marchanta, al fin que a mí no me costó nada. Nomás el susto, la carrera y la sudada”. Cuando llegaba Chucho no había plátanos ni dinero; se enojaba y lo regañaba. El Muñeco se ponía triste y el Chucho lo perdonaba. La gente que se llevaba los plátanos a veces regresaba a pagar, pues sabían cuál era la situación del Muñeco.

Otra cosa que hacía el Muñeco si vería pasar algún vecino conocido, fuera quien fuera, le decía:

—Tómeme el tiempo, don Emilio.

—Sí, Muñeco, como no, te voy a dar tres minutos. ¿Listo? Ahora.

Y el Muñeco empezaba a hacer sombra ahí en plena calle y la gente le hacía rueda. Cuando transcurrían los tres minutos le gritaban “¡Tiempo!”, y paraba su entrenamiento. Todo sudoroso preguntaba:

 —¿Cómo me ve, don Emilio?

—Muy bien, Muñeco, estás en muy buena forma.

No era para burlarse, era para hacerlo sentir bien. El muñeco decía:

—Le digo al manager que estoy bien, pero no me consigue peleas, todos me tienen miedo.

—Sí Muñeco, todos te tiene miedo.

La gente los quería porque no eran viciosos ni borrachos. El Muñeco sólo había querido ser campeón como el Kid Azteca.

Otras veces, se ponía melancólico. Empezaba a llorar y decía:

—Le fallé a Chucho, le fallé a Chucho, no le hice caso, pero no fue mi culpa, me bloquearon, me tenían miedo. Y lloraba y repetía “le fallé a Chucho, le fallé a Chucho”.

Le avisaban a Chucho. Iba por él, le ponía el brazo sobre el hombro con gran cariño y se lo llevaba a su casa, ahí en el callejón de la Amargura.





*

A los hermanos hay que quererlos “haigan sido como haigan sido”. Esto pasaba por el año 1954 a 1958.


 

Roberto Mendoza el Sándwich

 

Al Sándwich lo conocí, o más bien, nos conocimos, desde que nací, pues él ha de haber tenido unos doce a quince años. Era hijo de unos compadres de mi papá que vivían en la misma vecindad, nosotros en el número dos y ellos en el número tres. Cuando crecí y lo fui conociendo mejor, me llamaba mucho la atención su forma de ser: algunas veces orgulloso y altanero con algunas personas, pero vacilador y educado con la mayoría. Su familia venía de Tlaxcala, tierra de toreros, y su ilusión era diferente a la mayoría de los muchachos del barrio, que querían ser boxeadores o futbolistas profesionales: él quería ser torero.


Tuve la fortuna de acompañarlo dos o tres veces a verlo “entrenar” en el deportivo Venustiano Carranza, en una especie de ruedo, adonde muchos jóvenes, aspirantes, como él, a toreros se reunían a practicar. A éstos se les conocía como “maletillas”. A casi todos ellos se les reconoce porque traen su “atado”, una especie de manta donde cargan sus cosas de torear, muleta, estoque, etcétera, y por su forma de caminar, muy derechito y casi cruzando los pies como si ya estuvieran “partiendo plaza”. Si en este tiempo se burlan de los que caminan así, en esa época era peor. Una ocasión, que regresaba de entrenar, unos jóvenes que no lo conocían ni sabían a qué se dedicaba le dijeron “adiós, maricón”.  Más tardaron en decirlo que en arrepentirse, pues el Sándwich rápido sacó el estoque y, poniéndoselo a uno en el pecho, le gritó “A quién le dijiste maricón, pendejo”. “A nadie, señor, perdóneme”, le contestó todo asustado. El Sándwich volvió a guardar el estoque y siguió su camino.



Fuente y gimnasio en el Deportivo Venustiano Carranza
Mediateca INAH

La verdad es que de maricón no tenía nada, pues era bien parecido, de estatura más que regular y de buen físico, pues siempre estaba entrenando, así es que siempre tenía novia. Una de ellas trabajaba en un “café de chinos”, que se ubicaba en la calle de Honduras, muy cerca de la vecindad, y cuando el Sándwich iba a desayunar o a comer, la muchacha le decía “déjalo, Roberto, yo pago”. El dueño del café, que era un chino, le decía “Lobeto, eles uno palote”. En realidad, lo que le decía era “Roberto, eres un padrote”. La frase del chino se hizo famosa porque los amigos del Sándwich por molestarlo, a veces le gritaban: “Lobeto, eles uno palote”.

Como todos los aspirantes a toreros pobres y sin padrinos, le costaba trabajo conseguir “corridas”, pero se las ingeniaba y conseguía algunas. Algún torero le regalaba un traje de luces todo roto; iba con alguna vecina a que se lo cociera: “Doña Mary, cósamelo, porque toreo el domingo”. Una vez que iba a presentarse en San Cristóbal Ecatepec (era lo más cerca de la Ciudad de México en que se iba a presentar), fue a una fiesta en el callejón de la Amargura. Todo el barrio quería verlo “de luces” o vestido de torero. Regaló unos boletos a los más cercanos, entre ellos, a mi papá, y nos fuimos a San Cristóbal. Por desgracia, en esa ocasión, las cosas no salieron bien. En lugar de soltarle un novillo hecho y derecho, le soltaron un buey con más kilos que trapío o bravura. El público se desesperó y el Sándwich también. Total, parecía que el Sándwich era el que embestía al toro. Llegó el momento que hasta un golpe le tiró al toro y ni así embistió. Para acabar pronto, se tira a matar y lo “pincha”. Le empiezan a silbar; enojado, le da un “bajonazo” y todo acabó en gran bronca. 




También tuvo tardes de triunfo en provincia que lo llevaron a presentarse en el Toreo de Cuatro Caminos, como uno de los novilleros “punteros” (así se les llama a los que más destacan), alternando con algunos que llegaron a ser figuras del toreo como Jaime Rangel y otras más. En ese momento, tenía de apoderado a un torero retirado que se llamaba Guillermo Carbajal y le decían el Chicharrín, y se fue haciendo de cierto cartel, lo cual trajo como consecuencia algo de dinero y algunas mujeres que le “ayudaban” con sus gastos. Esto se sabía porque mandaba a algún chiquillo del barrio a verlas y regresaban con algún dinero para el Sándwich. Después de varios años de andar en la “brega”, las lesiones y la falta de oportunidades lo obligaron a retirarse de los ruedos sin haber conseguido la ansiada “alternativa”. Se retiró del ruedo, pero no del mundo taurino, pues empezó como “apoderado” de nuevos valores y cuando venía a México el torero español Manuel Benítez, el Cordobés, no sólo era su “mozo de espadas”, sino que también le servía de guía en la ciudad de México y en cualquier ciudad de la República donde se presentaba a torear. En esas giras del Cordobés, le iba muy bien en lo económico y lo social, pues era un tipo muy adaptable y sabía moverse muy bien en cualquier medio.


Manuel Benítez, el Cordobés


Recuerdo que, en una ocasión, una revista lo invitó a colaborar para hacer un reportaje sobre los bares más emblemáticos de la ciudad. Aunque el Sándwich no era un borracho, si sabía mucho de bares, pues creció y se desarrolló en la Ciudad de México.

Salió del Callejón de la Amargura y se fue a vivir a un departamento en la calle de San Jerónimo y puso un restaurant en la de Bolívar. Ahí le perdí de vista, pues yo también tomé otro rumbo, dejando mi querido callejón. Tiempo después supe que le habían amputado una pierna y, más tarde, por algunos amigos, me enteré de su muerte.


https://archivo.eluniversal.com.mx/deportes/20768.html


Esto no es una biografía, es sólo un recuerdo para mi amigo Roberto Mendoza, el Sándwich.

domingo, 19 de septiembre de 2021

La más buena

 

A mi hermano Raúl le gusta escribir cosas de nuestra niñez o juventud y, en su cumpleaños, le quiero recordar una que estoy seguro no la ha publicado en su cuenta de “feis” o como se diga, porque en realidad no creo que la recuerde, porque yo mismo no la recordaba hasta ahora que caminé por nuestro barrio y me llegaron algunos recuerdos, y éste es uno de ellos.

Un día estábamos reunidos varios amigos ahí en el Callejón de la Amargura, así se llama donde nacimos y crecimos, en el mero corazón de Garibaldi. Estábamos aburridos y en ese momento a alguien se le ocurrió “Vamos a alquilar unas bicicletas y nos vamos al Monumento a la Raza”. “Ya vas”, contestó la mayoría, unos cuatro o cinco muchachos. 




En ese tiempo en el barrio nadie tenía bicicleta propia, así que los señores que tenían taller para reparar bicicletas hacían negocio alquilándolas. Cobraban cuarenta o cincuenta centavos la hora. Raúl me pregunta “¿Traes dinero, Rodolfo? ¿Cuánto tienes?” “15 centavos. ¿Para que los quieres?”, contesté. “Pues para alquilar la bici y nosotros también vamos a ver el monumento”. Yo no quería darle los 15 centavos y le digo: “Yo ni sé andar en bicicleta”. Y me dice: “Pero yo sí y te llevo en la parte de atrás. Si me los das podemos alquilar una, con lo que yo traigo alcanza”. “Órale, pues, vamos”.


                                                                      Foto ilustrativa


Cuando íbamos a llegar con el señor de las bicicletas, me dice Raúl: “La tienes que alquilar tú, porque el otro día que vine me pasé de tiempo y le debo una lana al señor. Nomás te pones abusado; escoges “la más buena”; acuérdate que te voy a llevar atrás y no quiero que nos ganen ese ‘güeyes’. Tiene que aguantarnos bien a los dos”.

Total, que en lo que hablamos se adelantaron los otros muchachos a escoger sus bicicletas y, lógico, escogieron las mejores. Cuando llego yo a escoger la de nosotros, no había muchas y además yo no sabía nada de bicicletas. Entré al taller y le digo al señor: “Vengo a alquilar una bicicleta”. Me pregunta: “¿Cuál es tu dirección a dónde vives?”. “En el callejón de la Amargura 30, interior 2”. Me anota y me dice: “Escoge la que quieras. Las que están de este lado son las que alquilo”. “Gracias”, le digo, dándole los 50 centavos. Empiezo a buscar la canija bicicleta y veo una grandota con unas llantotas que parecían de coche. Yo, que no sabía de bicicletas, pensé: “es la más buena”. Con mucho trabajo la saqué del taller y la llevé a donde me esperaban Raúl y los otros muchachos. Apenas vieron la “pinche” bicicleta, todos empezaron a reír, menos Raúl, que estaba más que enojado. “Rodolfo, ¿cómo se te ocurre traer esta ‘chifladera’”? Yo también enojado, le conteste: “Tú me dijiste que trajera la más buena, que nos aguantara bien a los dos y ésta aguanta hasta cuatro”. Empezamos a discutir como casi siempre lo hacíamos, hasta que uno de los muchachos más grandes dice: “Ya párenle, Raúl. Yo me llevo a Rodolfo y tu vete solo en la bici ‘más buena’, a ver si llegas y si no, pues, te regresas cuando calcules que ya va a ser la hora”. Le contesta Raúl muy enojado: “De que llego, llego, aunque sea en esta ‘chingadera’ o dejo de llamarme Raúl Adame.

Total, que todos arrancamos y yo parado en la parte de atrás en la bicicleta del muchacho que me llevaba y a cada rato volteaba a ver a Raúl que cada vez se iba quedando más atrás. Me dice el chavo que llevaba. “Ya no estés volteando, porque nos vamos a caer; al cabo, todos conocemos el camino; nadie se pierde”. A mí eso no me preocupaba, sino el coraje que iba hacer cuando regresáramos.

Ya todos veníamos de regreso y él apenas llevaba como ¾ de la ida, bien cansado y enojado. El que se lo encontraba le decía: “Ya mejor regrésate, Raúl”. Y a todos, la misma contestación: “Ni madres, dije que llegaba y llego a fuerza.

Total, que todos regresaron a la hora y Raúl ni para cuando. Ya aburridos, me dicen: “Ahí, esperas a tu hermano para que entregues la bici, ahí nos vemos en el callejón. Pasaron como 10 o 30 minutos, cuando llega Raúl todo sudoroso y enojado. Le pregunto “¿Cómo te fue?”. “De la chingada, pero llegué. Ve a entregar la bicicleta, a ver cuánto nos pasamos de la hora”.

Llego con el señor que las alquila: “Aquí está su bicicleta”. Me dice: “Te pasaste media hora, me debes 25 centavos”. Le contesté: “Me pasé porque su bicicleta está muy pesada, con mucho trabajo llegué a donde iba”. Me dice: “Tú la escogiste, yo no te la di. Así que me debes 25 centavos”. Yo enojado le digo: “No tengo más dinero”. Me dice: “No hay problema, pon la bicicleta en su lugar y luego me traes el dinero, porque si no, voy y le cobro a tus papas, para eso les pido la dirección”. “Sí, sí, gracias, señor”, contesté medio espantado. Regreso con Raúl; él ya había descansado y estaba más tranquilo; me pregunta: “¿Qué te dijo?” “Que nos pasamos media hora y que le debemos 25 centavos que si no se los llevamos se los va a cobrar a mi papá”. “No te preocupes, nunca cobra lo que le queda uno a deber, nomás no hay que regresar en unos quince días”. Yo no regresé nunca; tal vez el sí.

Ya de regreso a casa, el venía contento y yo enojado por la discusión, primero con Raúl y luego con el dueño de la bicicleta. Al verme enojado, quería hacerme reír y no le hacía caso. Me hablaba y no le contestaba. Así caminamos un buen rato hasta que, como siempre, y espero que mientras vivamos, así sea, nos volvíamos a encontentar y a reírnos de nuestras aventuras o tarugadas.

Ojalá este relato te traiga buenos recuerdos como me los trajo a mí.

¿Por qué me gusta visitar mi barrio?

 

Porque me gusta buscar las huellas de mis primeros pasos que jamás he olvidado. Recordarlo como lo conocí cuando yo era niño, cuando la Plaza Garibaldi era un jardín y en frente del Tenampa había puestos de madera donde podía uno comer pozole, birria y muchas cosas más. 



Imagen tomada de:

Eso lo pueden ver en las películas de Pedro Infante o algún otro artista de ese tiempo. Aún no existía el Mercado de San Camilo como está ahora, ni tenía esa plancha de cemento. Era un jardín en donde cada 22 de noviembre, el mero día de Santa Cecilia en que se celebra el Día del Músico, se reunían decenas, por no decir, cientos, de mariachis. Se reunían a las 6 horas de la mañana para ir en peregrinación a la Villa de Guadalupe a darle gracias a la virgen de Guadalupe y a su santa patrona Cecilia, a oír misa y a cantarles Las Mañanitas cuando la gente iba con verdadera devoción, sin esperar cámaras de televisión que transmitieran una falsa devoción.



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Siempre que mi papá podía, los acompañaba y yo iba con él, atrás de los músicos, escuchando un mariachi monumental de más de cien elementos, ejecutando la misma pieza musical y que tal vez no voy a volver a escuchar. 

Recuerdo muy claro la última vez que viví esta experiencia. Tendría yo unos doce o trece años, cuando don Basilio, un viejo mariachi que siempre le gustaba ver jugar futbol a los chiquillos del barrio, hizo una invitación para formar un equipo infantil. Otros muchachos y yo nos apuntamos; casi todos éramos malitos para jugar. Los buenos ya tenían equipo, así que no fue difícil que me escogiera a mí. No sé si por simpatía o porque los otros eran más malos que yo.

Esto fue por el mes de agosto y, de inmediato, nos inscribió en una liga y empezamos a jugar con playeras y shorts disparejos, como cualquier equipo de barrio. Casi siempre perdíamos, pero el buen viejo don Basilio nos daba ánimos y nos prometía “Ahora que me graben mi canción les voy a comprar sus uniformes, ya verán qué bonitos van a estar”. Nosotros no le creíamos, pues por lo regular ni los papás nos podían comprar playeras para vestir, mucho menos para jugar futbol.

Así pasaron varias semanas y nosotros perdiendo y él con la promesa “No se desanimen muchachos porque ya pronto van a estrenar y aunque no le creíamos íbamos a jugar porque nos gustaba el fútbol y él pagaba el pasaje y los arbitrajes. Un buen domingo llegó don Basilio muy contento y nos dijo: “Ahora sí, muchachos, ya grabaron mi primera canción y me la grabó uno de los meros buenos Antonio Aguilar. La canción se llama El siete de copas y le gustó tanto que hasta va a hacer una película, ya me dio un adelanto y mandé a hacer sus uniformes, pero me quiero dar un gusto y como soy muy creyente de mi santa Patrona Cecilia, ese día los van a estrenar en la peregrinación anual que se hace a la villita, así que pónganse de acuerdo qué número quieren tener cada uno para dárselos personalmente una semana antes”.




Dicho y hecho; ni lo creíamos. Faltando una semana para el día de Santa Cecilia, llegó don Basilio con los uniformes. Fue una experiencia de las mejores de mi vida, pues el uniforme nos pareció de lujo. Era una playera azul con dos líneas verticales amarillas al frente, del lado izquierdo, tal vez inspirado en el de la Selección Jalisco. El short también era azul con líneas verticales amarillas a los costados y medias azules. Zapatos no hubo, pero esto era mucho más de lo que cualquier equipo del barrio tenía. Había olvidado decirles que el nombre de nuestro equipo no era un nombre muy futbolístico, incluso, los amigos del barrio se reían del nombre, pues don Basilio se empeñó desde un principio que uno debe estar orgulloso de sus raíces y le puso por nombre Folk-Mex., que, para él y después para todos, significó Folklor Mexicano. Ahora sigo con mi relato.

El 22 de noviembre llegó y ningún elemento del equipo faltó. Todos con nuestro uniforme completo, como nos lo había pedido don Basilio, pero no conforme con eso, nos pidió que nos quitáramos la ropa que llevábamos encima por el frío y nos quedáramos vestidos de futbolistas. Al principio nos molestó, pero al ver que nos pusieron hasta adelante, atrasito de los estandartes de la virgen de Guadalupe y Santa Cecilia y de la bandera de México, que portaba una muchacha del barrio vestida de “charra”, ni el frío sentíamos. Nos sentíamos lo máximo.

Al salir de Garibaldi y avanzar por San Juan de Letrán, hoy Eje Lázaro Cárdenas, íbamos en bola escuchando música y cohetes que servían para llamar la atención de la gente que aún faltaba, pero al llegar a la glorieta de Peralvillo, todo tenía que ser en orden, devoción y mucha alegría.


           
Imagen tomada de:


Después de oír misa en la Villa, regresaba uno al barrio donde seguían los festejos que consistían en competencias de ciclistas y carreras atléticas cortas, sin salir mucho del barrio. Había dos cosas que me emocionaban mucho: la carrera de ciclistas que consistía en darle vuelta a un circuito corto y en cada vuelta tratar de ensartar una argolla que colgaba de un listón sin parar la bicicleta y sin poner un pie en el piso, las argollas estaban a cierta altura de manera que no fuera fácil ensartarlas. Cada argolla significaba un premio; la argolla era un poco más grande que un anillo. A los participantes se les daba un palito como un lápiz igual a todos para que fuera parejo. Entonces, los que eran buenos para la “bici” daban la vuelta rápido y al pasar, donde estaban las argollas casi paraban la bicicleta para ensartar las argollas y algunos no podían sostenerse y al poner el pie en el piso eran descalificados. Esto me divertía, pero el atractivo principal era el palo encebado el cual era un poste de madera como el que se usa para los cables de teléfono o la luz, todo embarrado de grasa muy resbalosa, el cual, en lo mero alto, tenía muchos premios como zapatos, camisas, pantalones y algunos billetes. Los muchachos en situación de calle que por desgracia siempre han existido en mi barrio eran los más animados por tratar de llegar a la cima del poste y poder alcanzar unos zapatos o una camisa, algo que los hiciera sentirse felices, aunque fuera por unos momentos. Como era muy difícil que subiera uno solo, se hacían pirámides de tres o cuatro, los que fueran necesarios para alcanzar los regalos, y luego se repartían lo que habían conseguido bajar.



                                                                  Fuente: Mediateca INAH

Todo esto terminaba como a las cinco de la tarde. Más tarde, había quermes y cárcel para los novios y peleoneros, que no faltaban. También mucho que comer, tanto golosinas como antojitos mexicanos, pues aparte de los puestos ya “establecidos” de birria, pozole, etcétera, muchas señoras aprovechaban para vender buñuelos, pambazos, gorditas, postres, en fin, muchas cosas, porque en realidad era una fiesta de pueblo en pleno centro de la ciudad. Había fuegos artificiales con “toritos”, cuetes de luces y el castillo que se “quemaba” a las 9 de la noche y dando las 10, se volvían a juntar varios grupos de mariachis a tocar juntos un rato. Casi a las 12 de la noche, para despedir a su patrona Santa Cecilia, volvían a tocar las mañanitas y con eso avisaban que el festejo había terminado. Cuando éramos chicos, ese era el único día que teníamos permiso de llegar después de las 10 de la noche.

Esto es una pequeña parte de lo que viví en mi querido barrio y que disfruto al recordarlo. Esto es verídico y comprobable, pasaba en los años 58, 59 o tal vez 60.

Bienvenidos

 En este espacio compartiré, como dice el título del blog, algunas anécdotas de mi niñez y juventud, por el puro placer de recordar. Sean todos bienvenidos.

Rodolfo Adame Sandoval





Nota: Las imágenes que aparecen en el blog se tomaron de internet. No tengo la propiedad de ellas y sólo se usan para ilustrar los textos. Indicaré cuando alguna foto sea de mi autoría o de mi propiedad.

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