La Iglesia de Santa María la Redonda
está ubicada a una cuadra y media de la plaza Garibaldi, atravesando San Juan
de Letrán, que después lo llamaron Eje Lázaro Cárdenas y ahora Eje Central.
Tiene años que no la visito, pero en los años 50 a 55, tenía un corredor
central y a los lados pequeños árboles y plantas que eran protegidas por una
tela de metal, de la que ahora llaman ciclónica.
En esos años, el párroco de la iglesia era el padre Mauricio
Quintos. En aquella época él ya era un adulto mayor, de unos sesenta y tantos
años. Ya casi había perdido la vista y se ayudaba de un bastón para caminar y
cuando iba a dar misa a la iglesia de San Felipe de Jesús. Uno de mis hermanos
y yo le servíamos de lazarillo. Eso era cuando
don Luisito, que era el sacristán, no podía acompañarlo. Nunca fuimos acólitos,
pero convivimos mucho con él, porque era muy caritativa y ayudaba a mucha
gente. Nunca supe quien le proporcionaba la leche y el pan que diariamente le
daba a mucha gente pobre de los alrededores de la iglesia. Conforme terminaba
la misa de las seis de la mañana, muchas señoras humildes ya estaban formadas a
la puerta de la sacristía, con su bolsa y su olla, esperando que les dieran el
pan y la leche para llevarles a sus hijos. El padre Quintos, como todos le
llamaban, se paraba en la puerta, junto al canasto de pan y la leche y les
empezaba a preguntar:
—A ver, María, cuántos hijos tienes.
—Seis, padrecito.
—A ver, Luis, dale seis bolillos y litro y medio de leche.
Tú, Lupe.
—Ocho, padre.
—Luis, dale ocho bolillos y dos litros de leche. Y así, con
todas las señoras que iban.
No era un padre como los que sacan en las películas. Era un
verdadero católico. Algunas personas apuradas iban con la receta de su enfermo
en la mano a pedirle ayuda. Le hablaba a Luisito y le ordenaba:
—Ve con el señor de la farmacia y dile que me mande esta
medicina. Iba Luis y regresaba con la medicina, Nomás les decía:
—Aquí está tu medicina y que Dios te ayude.
Algunas veces me tocó acompañarlo a algunos lugares, adonde
iba a dar misa. Pueblos un poco retirados como Texcoco o Amecameca. No sé si lo
invitaban o tenía algún acuerdo con los padres de esos lugares, el caso es que
nos íbamos temprano, daba misa a las doce, comíamos en alguna casa de esas
buenas gentes y nos regresábamos cargando quesos, crema, mantequilla y, a
veces, una gallina o un pato que esa buena gente le regalaba. Íbamos en coche y
regresábamos en coche. De lo que traía, casi todo se lo daba a la gente que
sabía le hacía falta.
En lo que sí era muy estricto era en los bautizos. Si los
papás del niño o niña querían ponerle nombre como José a sus hijos, les
preguntaba en qué día había nacido. Tal día, Ese día es de San Felipe, por qué
no le ponen José Felipe. En mi familia así pasó. Era día de San Mauro y mi
hermana se llama Maura Patricia. Como la gente lo quería mucho, por lo regular
aceptaba la sugerencia.
Cuando se acercaba el 15 de agosto, que es cuando se festeja
a la virgen María, les decía a las señoras: “Necesito algunas personas que me
ayuden a lavar la iglesia y el corredor, pero no quiero que descuiden a sus
hijos; las que puedan venir, bueno, pero las que no, no se preocupen, aquí nos
las arreglamos. En ese tiempo no era loseta, sino mosaico y era pesado lavar.
pero iban tantas señoras que todo quedaba limpio y rápido.
Nunca supe cuando murió, pero estoy seguro que mucha gente
le lloró. Quisiera saber mucho más de él; por desgracia, a estas alturas de mi
vida, mucha gente que fue ayudada por él ya ha de estar muerta y los que éramos
niños en ese tiempo, tenemos ahora, mínimo setenta años; algunos estarán
muertos, otros, tal vez ya no lo recuerdan o de plano no lo conocieron.